Tuesday, October 04, 2005

Resignation

You and me,
we know about highs
And lows creeping in
deep undergrounds
Beneath oversimplified days;
me and you, we know about
Erasing abstractions
Stained in wrongs and rights, coming in black and white
low and high in the blur above,
Down below in an alternate sky.

Sunday, October 02, 2005

Ensueño

“Y allá en el fondo está la muerte, si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.”
Cortázar, “instrucciones para dar cuerda al reloj”, Historia de cronopios y de famas.

“Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre”.
Borges, “Diálogo sobre un diálogo”, El hacedor.

En algún momento habría olvidado cambiar la pila de su reloj pulsera; o tal vez su resignación al paso del tiempo no le permitía semejante hipocresía. Los cuidados antes dictados por su vanidad habían sido reemplazados por brechas en la rutina de sus días de indefinidas horas, noches de vigilia y palabras cruzadas.

La cita con el dentista, la pastilla de las 12, el aniversario de la muerte de Alberto, el cumpleaños de Mora; todo pertenecía a una misma nube de caos y confusión que no hacía más que distorsionar ese afuera ya incomprensible, ese ensueño vertiginoso en que el tiempo impío la sumía y del que ya ninguna dosis la podía salvar. Los momentos de lucidez sólo traían recuerdos amargos o felices, no importaba; todos indicaban lo mismo: la eterna espera había comenzado-la más inútil de todas, más estéril que la infinita paciencia que un día se agota y deriva en lo inevitable, cuando ese día simulaba ser producto del azar y era parte de una predeterminación de acero que consistía en ese divorcio, en esa muerte; la espera a la que se hallaba sometida era más nefasta que la evasión de un daño para luego caer en uno mayor, acaso por oposición más que por negligencia. Algo en ella reconocía la etapa en despertares abruptos, y esta lucidez no era bienvenida en un mundo regido por la irrealidad del tiempo, que ejercía su tiranía mediante crepúsculos como preámbulos del día y de la noche indistintamente.
Uno de estos despertares le impuso un objeto caracterizado por su cruel imparcialidad; y al contemplar incrédula su reflejo, reconoció el ruido de una ruptura. El desencuentro entre la imagen propia y aquella en el espejo había formado una grieta, y el viejo vértigo había vuelto para convertirla en abismo. Cuando el cuerpo amenazó con entregarse, el temor sacó sus armas y lo devolvió a su encierro. En su condena no podía irrumpir el vértigo. En todo encierro existía un sólo tiempo, un sólo espacio; ninguna brecha plantaba su amenaza. Pero ella no sabía todo esto. Acaso lo intuía en el lenguaje del instinto, en el del miedo a lo que se siente y que sin embargo se ignora. El ensueño de su longevidad ya no le parecía cruel, pues le había revelado su única certeza: su propio fin. Era, sin embargo, el temor a la muerte el que prevalecía; siendo éste el hecho más predecible y acaso por eso tan detestado; siendo también el más ambiguo, pues le brindaba un sentimiento de seguridad indefinible. La muerte debiera ser su aliada, pues no contaba con otra verdad que la protegiera de este modo tan curioso. Luego de tantos años cubiertos por la ignorancia más peligrosa, esa que a su vez se ignora, comprendió que le tocaba aferrarse a la muerte y no a la vida, porque ésta ya no le sentaba bien. Debía resignarse a la soledad de esta introducción prolongada, tal vez más eterna que la muerte misma; debía comprender que este último trayecto era un ensayo y nada más, y que nadie la acompañaría en él, pues la muerte no era colectiva. El patrimonio del hombre, comprendió (pero sólo una vez que la contradicción del tiempo que quita y otorga facultades le había quitado la voz) es su propio fin; y su vida debe empeñarse en resignarse a él mucho antes de que la máquina del tiempo lo hunda en otro tipo de resignación; esa que nunca llega.